jueves, 24 de diciembre de 2015

Navidad. Misa de Mediodía


En la pasada Media Noche nos embargaba un sentimiento de ternura, como puede despertarlo el nacimiento de cualquier ser humano, y nos alborozábamos por la buena noticia de nuestra salvación manifestada precisamente en esta señal tan entrañable, y que es la que los mismos ángeles dieron a los pastores de Belén: “Veréis a una joven madre y a un bebé envuelto entre pañales.” Signo entrañable realmente, ungido de ternura, sencillez y humanidad; signo que no hace daño a los ojos, ni a los oídos ni al tacto, ni aterroriza el corazón del hombre como aquellos de que nos habla el A. T. Signo de lenguaje inteligible para todas las gentes y culturas de todos los tiempos.

Pero enseguida nos hemos postrado ante el Recién Nacido, y su luz se ha hecho cada vez más deslumbrante; hemos dejado que el Misterio nos invada y nos sobrecoja; hemos vislumbrado las maravillas de Dios y su gran amor al hombre. Hemos penetrado más agudamente en la carne tierna del Infante para ir mucho más allá de la apariencia y hemos quedado anonadados al descubrir la presencia de Dios en, con, como y para nosotros.

Desde una experiencia pospascual la Iglesia pone a nuestra consideración unos textos de enorme densidad teológica, para que podamos abarcar el proyecto salvífico de Jesús en su totalidad, para que veamos que este Niño es el Logos Eterno de Dios y que es a su vez el Redentor de la humanidad; que ha venido a compartir nuestra condición, pero, al mismo tiempo, a sobredimensionarla, a elevarnos también a su categoría de Dios.

 El autor de la carta a los Hebreos nos hace caer en la cuenta de que el Niño recién nacido es el Hijo de Dios por quien todo ha sido hecho, que con sólo su palabra poderosa sostiene el mundo, que después de cumplir fielmente su misión en la tierra tiene un puesto glorioso a la derecha de Dios encumbrado sobre todos los ángeles, pues su nombre –su dignidad- sobrepasa la de cualquier ser creado terreno o celeste, y que merece por lo tanto la adoración de ángeles y hombres.

También San Juan nos ha condensado en el inicio de su Evangelio el testimonio de quien ha convivido con el Mesías y ha seguido su trayectoria, su arco vital, el camino recorrido para dar cumplimiento al plan de Dios, y nos habla del Logos increado que está junto a Dios y que es Dios; Palabra que ha dado origen al Universo de tal modo que sin ella, sin el Logos nada se hizo de lo que se ha hecho. La Palabra era y es la Luz verdadera que ilumina a todo hombre. Esta luz se hizo cercana, vino a los suyos, a su casa, al colectivo humano, obra también de su potencia creadora. Juan revive el misterio divino-humano del Logos, que es el Mesías, que es Jesús de Nazaret con quien él comió y bebió. Porque la Palabra se hizo carne y plantó su tienda entre nosotros. Esta carnalidad del Logos no se le olvidará jamás a Juan: “lo que hemos visto, oído y palpado del Verbo de la vida, de eso os hablamos.

El Apóstol se lamenta de que el mundo no haya conocido la obra del Logos encarnado. El fue testigo ocular de cómo sus contemporáneos rechazaban el mensaje y la doctrina de Jesús, y sobre todo fue testigo cualificado de cómo el hombre quiso apagar los ecos de esta Palabra divina ahogándola en su propia sangre. Vino a los suyos y no le recibieron. Pero por fortuna este rechazo no ha sido universal, sino que muchos han aceptado la salvación de Dios y a éstos les ha concedido adquirir su misma condición de hijos.


Como veis, tanto en la carta a los Hebreos como en la perícopa del Evangelio de Juan se hace como una especie de recapitulación de la vida de Cristo, el Verbo que se hace hombre para salvar al hombre, pero sólo al que acoge su palabra y la pone por obra. Está claro que sólo se salva quien desea ser salvado. Podemos, mediante un uso perverso de nuestra libertad, rechazar el mensaje salvador y dar la espalda a la luz; lo que no podemos impedir es que la Luz siga brillando, que la Palabra siga enseñando, que el Poder de Dios se siga ejerciendo de modo que puedan “todos los confines de la tierra contemplar la victoria de nuestro Dios”.

Abad Jesús Marrodán

The Nativity width the adoration of the Sepherds (1554). 
Giorgio Vasari. Colección privada

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